Una diatriba de Renato Cisneros
Celebro que existan los blogs, aunque no tanto los bloggers. No sé. Me da la impresión de que con el paso del tiempo fueron perdiendo su inventiva, al punto de convertirse en aburridos jueces omniscientes de la realidad. Tal vez sea la necesidad de persuadir a su auditorio; o tal vez estén acusando cierta falta de legitimación, pero hay algo que los está arrastrando progresivamente hacia una neurosis colectiva on-line. Quizá andan un poco aturdidos con todo el laberinto que se ha armado alrededor de ellos. Porque no hay que ser mezquinos: los bloggers todavía son una novedad; administran y canalizan información camuflada, atractiva; y muchos invierten sus inquietudes privadas como pretexto para formar comunidades. Hasta ahí todo bien.
El problema es que, de la noche a la mañana, muchos bloggers (o bloguers, o blogers, o blogueros, no sé ni cómo coño se escribe) empezaron a tomar demasiado en serio su simulado papel de fiscalizadores de todo lo que existe. Ahora se han agrandado, se sobrestiman. Ladran, sermonean, concluyen, pontifican. Se retan entre ellos, miden el alcance de su pretendida irreverencia, comparan el diámetro de su ombligo y se abrazan con interactivo cinismo. Pero no dejan de ser chistosos. Simulando una confraternidad que no les nace, organizan eventos en favor de ellos mismos, masajeando desproporcionadamente su autoestima. Y lo más feo: permiten que en sus vidas haya lugar para esa horrible combustión que produce el ego cuando se le suma la envidia.
No me gustan los bloggers porque son regularmente patéticos: se obsesionan con la cantidad de lectores que los visitan (y sobre todo con los que no los visitan) y con el número de comentarios que (no) les dejan. En eso se les va la vida. Pueden cortarles la luz y el agua; en sus casas puede faltar el acceso telefónico; pero si les quitan la conexión a internet, morirían de inanición: los mataría la invisibilidad, ésa de la que intentan torpemente escapar con cada post deslenguado y cascarrabias.
Me caen mal cuando se ponen a establecer rankings y estadísticas para ver quién es el blogger más leído de todos; pero me caen peor cuando se sabotean unos a otros insultándose desde el canalla zanjón del anonimato. Hasta en una olla de grillos, es más, hasta en un balde repleto de cangrejos, la convivencia entre las especies es más llevadera.
Definitivamente todo era más estimulante cuando los bloggers posteaban por el puro gusto de hacerlo, casi sin darse cuenta de cuán original era la propuesta que tenían entre manos. Bastó que algunos medios les reventaran cohetecillos para que se corrompiera el espíritu solitario y desfachatado que los reprodujo. Ahora se creen estrellas de la web, líderes de opinión, revolucionarios de una aparente causa digital que sólo existe en su ciberespacio mental.
¿Si yo también me veo así? Pues supongo que no puedo correrle del todo a esos efectos colaterales. En todo caso, la única manera que encuentro de contrarrestarlos es asumiéndome como un sujeto sin importancia que, entre las muchas cosas que hace para sobrevivir con dignidad, escribe un blog con la misma prosaica naturalidad con que un plomero se tira al suelo para cambiar una tubería.
Celebro que existan los blogs, aunque no tanto los bloggers. No sé. Me da la impresión de que con el paso del tiempo fueron perdiendo su inventiva, al punto de convertirse en aburridos jueces omniscientes de la realidad. Tal vez sea la necesidad de persuadir a su auditorio; o tal vez estén acusando cierta falta de legitimación, pero hay algo que los está arrastrando progresivamente hacia una neurosis colectiva on-line. Quizá andan un poco aturdidos con todo el laberinto que se ha armado alrededor de ellos. Porque no hay que ser mezquinos: los bloggers todavía son una novedad; administran y canalizan información camuflada, atractiva; y muchos invierten sus inquietudes privadas como pretexto para formar comunidades. Hasta ahí todo bien.
El problema es que, de la noche a la mañana, muchos bloggers (o bloguers, o blogers, o blogueros, no sé ni cómo coño se escribe) empezaron a tomar demasiado en serio su simulado papel de fiscalizadores de todo lo que existe. Ahora se han agrandado, se sobrestiman. Ladran, sermonean, concluyen, pontifican. Se retan entre ellos, miden el alcance de su pretendida irreverencia, comparan el diámetro de su ombligo y se abrazan con interactivo cinismo. Pero no dejan de ser chistosos. Simulando una confraternidad que no les nace, organizan eventos en favor de ellos mismos, masajeando desproporcionadamente su autoestima. Y lo más feo: permiten que en sus vidas haya lugar para esa horrible combustión que produce el ego cuando se le suma la envidia.
No me gustan los bloggers porque son regularmente patéticos: se obsesionan con la cantidad de lectores que los visitan (y sobre todo con los que no los visitan) y con el número de comentarios que (no) les dejan. En eso se les va la vida. Pueden cortarles la luz y el agua; en sus casas puede faltar el acceso telefónico; pero si les quitan la conexión a internet, morirían de inanición: los mataría la invisibilidad, ésa de la que intentan torpemente escapar con cada post deslenguado y cascarrabias.
Me caen mal cuando se ponen a establecer rankings y estadísticas para ver quién es el blogger más leído de todos; pero me caen peor cuando se sabotean unos a otros insultándose desde el canalla zanjón del anonimato. Hasta en una olla de grillos, es más, hasta en un balde repleto de cangrejos, la convivencia entre las especies es más llevadera.
Definitivamente todo era más estimulante cuando los bloggers posteaban por el puro gusto de hacerlo, casi sin darse cuenta de cuán original era la propuesta que tenían entre manos. Bastó que algunos medios les reventaran cohetecillos para que se corrompiera el espíritu solitario y desfachatado que los reprodujo. Ahora se creen estrellas de la web, líderes de opinión, revolucionarios de una aparente causa digital que sólo existe en su ciberespacio mental.
¿Si yo también me veo así? Pues supongo que no puedo correrle del todo a esos efectos colaterales. En todo caso, la única manera que encuentro de contrarrestarlos es asumiéndome como un sujeto sin importancia que, entre las muchas cosas que hace para sobrevivir con dignidad, escribe un blog con la misma prosaica naturalidad con que un plomero se tira al suelo para cambiar una tubería.